Sandra Aravena Cuentera

Mi foto
Santiago, Santiago , Chile
Contacto: negra_curiche@yahoo.es - Fb: Sandrita Aravena Rosende - visita mi sitio web: www.sandrita-cuentera.cl

lunes, 25 de julio de 2011

CUENTO "Manuel, el de la Victoria"

por Sandra Aravena
En los Andes, Chile

Hizo una seña. Acababa de recoger pasajeros, asunto que lo ponía feliz, muy feliz. Pronto llegaba la Navidad, las fiestas de recibimiento del nuevo año. Estos pasajeros eran, sin duda ángeles casi caídos del cielo. Él, un viejo moreno, delgado, con pocos dientes en su sonrisa, de cabello blanco, pero cubierto por un sombrero que seguramente lo obtuvo en alguna apuesta, o tal vez se lo regalaron, pero hace mucho tiempo. Mucho tiempo.

Nada era más decidor que esa seña.

Los pasajeros, dos extranjeros, muy jóvenes.

La carreta, o Victoria como se llaman en mi pueblo, estaba con solo el intento de estar buen cuidada. El caballo estaba flaco, blanco era su color natural , pero en apariencia grisáceo. Daba la impresión que en cualquier momento las ruedas de la Victoria saldrían rodando por su propio camino, sin respetar a Manuel, que las conducía, ni al equino y el peso que caería sobre su lomo si esto ocurriera. Misteriosamente, esas ruedas no se separaban de su desequilibrado eje. Seguramente algún alambre oxidado, o un clavo que dejara caer un camión, o con una pita de cualquier color o material . el hombre ni puede arriesgar a sus pasajeros; uno nunca sabe cuándo ángeles caerán en nuestro camino, y el hombre sí que era prevenido.
Por eso mismo aseguraba cada manara cada rueda, cada asiento, y con lo que podría, la limpiaba. Muchas veces ni siquiera él mismo se aseaba. No era necesario. La Victoria era mucho más importante que él.

Estos ángeles se acercaron como volando hacia él. Justo en el momento que hacía gestos de incomodidad sobre la carreta y pensaba en bajarse, sentarse en algún paradero de buses donde pasa la locomoción para ir a la capital, o en la cuneta, simplemente.

Ahí estaban sus amigos. Era el lugar preciso además, porque hacía mucho calor. Y estar al sol era insoportable. Al menos un poco de sombra. No sólo para él, sino que para Manolito Blanco, su caballo. A ver si Manolito Blanco conseguía un poco de comida, estaba flaco, medio desnutrido. Los amigos de Manuel le daban comida a Manolo. Es bueno tener amigos, esos amigos, Manuel lo sabía.

Y como volando los ángeles habían  llegado a interrumpir esas intenciones, y el sol apuntando fuerte en la espalda.

El trato fue rápido. Se transó el precio, no se escuchó cuánto. Manuel solo reflejaba por sus ojos un brillo particular, como entre esperanza, cansancio. Entre que se apaga y se enciende. Tal vez eso que sienten los obreros cuando consiguen lo que anhelan, lo que necesitan. Esa mezcla que se profundiza con el calor, el aire tibio, la quietud de esa hora del día.

Tal vez así había pretexto para pensar qué hacer con esos pesitos conseguidos: una comidita rica para esperar el nuevo año. O un hermoso ramo de flores para su mujer que siempre espera en su lecho, donde está eternamente dormida. De esas flores que tanto le gustaban, para hacerla feliz. Hortensias, o rosas, o crisantemos rojos, ¡esos sí que le gustaban!. Además no son tan caros. Podría quedar algo para ropa nueva, en el almacén de puertas azules. Hace tiempo que no se compra ropita “nueva”. ¿Pantalones, Zapatos, Camisa?

Esa última idea la desechó. Ropa tiene. Poca, pero tiene lo suficiente para trabajar combinadito. No estará nueva, pero los años de uso la cargan de emotividad.

Ahora, si es por gastar esos pesitos, algo para compartir con los amigos no estaba nada de mal. Ellos al fin y al cabo, le ayudan en su trabajo y a alimentar a Manolito Blanco, su única compañía en medio de tanto calor y sequedad, como en mi pueblo.

Muchos pensamientos en tan pocos segundos. Los extranjeros no lo notaron.

De pronto, sintió la mirada de Manolito Blanco. Esa mirada que le decía que ya era hora de partir y de dar lo mejor de cada uno. Sí, ese era el mensaje que el gris equino hacía volar con su mirada y que solo Manuel comprendía, y ´perfectamente. Se escuchó el palmetazo tierno en el lomo del caballo, de complicidad. Todos los ojos brillaban. El caballo hizo girar su cabeza, dos y tres veces.

Lo ángeles se acomodaron en los asientos de la Victoria. Subir y acomodarse les costaba mucho, eran torpes. Es que no eran de esa tierra, seguro que venían de lejos. Con una sonrisa interna y gentil y precavidamente, Manuel se bajó de su trono y terminó por acomodarlos. No debía ser tan difícil, pensó.
Sonrió para afuera, con satisfacción de comenzar una nueva ruta y un nuevo viaje. Al fin, había ayudado a los ángeles que habían caído en el camino. Eso lo hacía experto en su materia, y más aún sobre su Victoria, con las riendas en sus manos, volando con sus pasajeros.

Otro pensamiento se vino, casi una decisión. Esos pesitos serían divididos en la mitad. Ya no había vuelta que darle. Con la primera mitad, compraría todos  los crisantemos rojos que alcanzara, con ellos haría feliz a su mujer hermosa. Cuando se los dejara en su lecho además le contaría alguna historia, para sentirla un poco más cerca. Con la otra mitad, compraría algo para Manolito Blanco. Herraduras o “Zapatos nuevos”, decía para sí, o un cepillo para caballos, a ver si podía limpiarlo más seguido, hacerle unos cariñitos. A Manolito Blanco le gustaba eso -¡Cómo le gustaba!- de recibir caricias, era como sentirse en familia.

Sentado en su trono, en la Victoria, los pasajeros bien sentados,, su sombrero cubriéndole el rostro del sol. Manuel hizo un movimiento con sus brazos, las riendas golpearon suavemente el lomo de Manolito Blanco. El caballo partió, cómplice.

Miró a su lado, estaban ahí sus amigos. Les lanzó una sonrisa brillosa, como sus ojos.
Hizo una señal. Tenía asegurados los crisantemos para su mujer amada, y los zapatos nuevos para Manolito Blanco. El calor ya no importaba. Tres Luquitas estaba bien para cobrarle a un extranjero.

Era el comienzo de un nuevo camino, un nuevo viaje. Esta vez, con dos ángeles tras de él. Había que ser precavido, sobre todo después de tanto tiempo. Nunca se sabe cuándo los ángeles caerán del cielo y se cruzarán en nuestro camino.