Sandra Aravena Cuentera

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martes, 16 de agosto de 2011

Presente, dignidad humana y arte; pequeñas reflexiones intensas y políticas.

Por Sandra Aravena

En momentos de acontecimientos importantes, y de despertares de conciencias, nadie puede quedarse ajeno. Y es que ha venido creciendo como un rumor, pero que se amplifica por cientos de voces. Entonces, deja de ser rumor y se convierte en una cosa más objetiva, porque se repite hasta el cansancio y vuelve a repetirse: “queremos una vida digna”.

Vida. Ese concepto, tan simple y de pocas letras en su palabra, contiene  lo más profundo de la esencia humana, un grito que clama por la misma felicidad. Otra palabra con dos “i” y dos “d”. Simple. Pero infinitamente compleja.

Si pudiésemos hablar de la felicidad, me dispondría a hacerlo desde el punto de vista humano. Es decir, la felicidad como la circunstancia humana que genera un estado de satisfacción “casi casi” completo. Que como toda circunstancia, depende de lo que suceda allá afuera, en el mundo.

Desde el punto de vista social, hablaría de un techo digno, casa digna, eso que con ciertos toques puede convertirse en un hogar. Diría luego que hace falta tener alimentación sana, saludable y que permita el crecimiento de niños, y la estabilidad de los abuelos; que permita la producción laboral de quienes trabajen; pero por sobre todo que implique el pretexto de sentarse alrededor de una mesa a charlar. Salud, porque como dice mi abuela “la salud es lo más importante”, pero que también tenga la dignidad por principio en relación a la atención, al acceso, a un diagnóstico certero, a la cura de enfermedades sin más espera que la de disponer al cuerpo y al espíritu, sin más trámite que el aviso a los seres queridos. Y, claro, a la información clara que permita la prevención de cualquier estado que no sea el de saludable.

Ahora, desde lo socio – económico, no puedo no divagar sobre el Trabajo digno. Hace algunas horas, en un diario (que como todos los diarios en este país, están monopolizados por la derecha) observé una fotografía de dos obreros, cargando un letrero que decía “En Chile, 80% de los trabajadores ganan menos de $175.000”. Una foto elocuente, que no deja mucho más qué decir. Porque, qué es un trabajo digno: que permita el desarrollo óptimo de las capacidades personales y colectivas, que favorezca la creatividad de los trabajadores/as de manera permanente y consciente, que tenga equilibrio entre la producción, el descanso y la vida colectiva de los obreros (es decir, la organización de la clase), que cuente con las medidas de seguridad máximas (ojo, no “mínimas”) que protejan al trabajador /a y la tranquilidad de sus familias, que tenga a disposición un bienestar orientado a la dignidad del trabajador en su área productiva, pero también con su familia, que permita explorarse, hacia adentro y hacia afuera, que sea un trabajo motivador. Y claro, una remuneración que permita que el trabajador/a y su familia satisfagan sus necesidades básicas de alimentación, educación, vestimenta, traslado, bienes y servicios domésticos, salud, y, no olvidemos jamás la recreación y la cultura. Eso, muy lejos está de los $175.000 que ganaría el 80% de los trabajadores de este país.

Y la Educación, tema contingente y convulsionado por estos días. Una educación digna, como hemos escuchado en las calles, es aquella que permite el desarrollo pleno (social, cultural, intelectual y artísticamente) de jóvenes/as, que no genera lucro para nadie, porque es un Derecho, y en caso de ser “bien”, sería un “bien social”. Una educación que esté al servicio del desarrollo humano personal y del país, y que por sobre todas las cosas no discrimine a nadie bajo ninguna circunstancia, y que genere las condiciones para el máximo potencial de hombres y mujeres, en su presente, porque la educación es para el presente y no, como se ha dicho hasta el cansancio, para el futuro. Porque niños y niñas, jóvenes son presente, nuestro presente, no “el futuro de la sociedad”.
Nada de simple hablar de la felicidad.

Y probablemente los expuesto no alcanza ni la mitad de la complejidad ni de la simpleza que insiste esta palabrita.

Porque, entre otras cosas, a todo esto que he escrito, le hace falta otra parte. Como cuando le falta color a las cosas. Que no son medibles, porque no sabemos cómo hacerlo ni para qué. Tampoco se ven, porque sólo podemos ver el reflejo en los cuerpos, pero no sus colores ni formas. Lo que le falta es el aliño de la comida. El amor, la alegría, la convicción, la esperanza, la dulzura, la ternura y una buena cuota de caricias.

Pero no. Esto no está separado de lo otro que “sí se ve”. Porque sin un trabajo digno, las energías que restan no son suficiente para llegar a casa y acariciar (se) en momentos que van llenando de vuelta el espíritu. Una educación coja no permite que descubramos lo que somos, queremos y necesitamos. Y si no tenemos la salud necesaria, el cuerpo se debilita. Si no tenemos un hogar digno, el cuerpo no se repone de la mejor forma… y comenzamos de nuevo el infinito.

Y el cuerpo, quiero decirlo, es lo más preciado que podemos tener para mirarnos, acariciarnos, tocarnos, besarnos, sentirnos, hablarnos, callarnos... para sonreír, para callar, para ir de un lado al otro, para recuperarnos en los momentos, en las melodías, en las palabras. El cuerpo es el vehículo de nuestras esperanzas, de nuestras convicciones, de nuestro trabajo, de nuestra creación.

Hablar de felicidad significa hablar de la creación que hacemos a diario. Creamos vida, creamos con otros. Y no hablo sólo de la creación artística, hablo de la creación más objetiva: la creación de nuestra vida, de nuestro camino.

Y es donde aflora la emoción. Porque la felicidad no es una sensación individual solamente. Está articulada con la felicidad de los que están afuera, mirando desde sus ventanas o asomándose por las ventanas de los edificios educativos en toma. La felicidad es mirar al otro a los ojos y reconocer en ese brillo la nueva forma de vivir la vida, una forma que es hermosa, que es solidaria, que penetra en las células con alegría, y, por sobre todo, la felicidad es el color que se provoca cuando nos juntamos muchos a crear. Crear de a poco un nuevo mundo, más justo, más digno, más humano, más equilibrado, más sonriente, más esperanzado, más tierno.

Y eso, depende de cada uno, de cada una. Es la única forma que el porvenir sea nuestro, de los que soñamos despiertos, dispuestos a crear, cada día.

Y nosotros, nosotras, los que hacemos arte, debemos tomar esta bandera de lucha, la de la dignidad humana. 

Porque el artista que no se empapa de los sucesos  políticos de su presente, queda fuera de contexto, y la creación sin contexto está como fuera de “lo humano”.

Nosotros, los y las artistas debemos hacer la pelea frente a tanta subjetividad invertida para opacar el brillo de la felicidad. Pelear fuerte, sin descanso, desde la creación estética y profunda. Crecer en oficio para que nuestros mensajes sean parte del camino de los luchadores y de las luchadoras, que incansablemente, irán sembrando siempre, y nosotros/as codo a codo con ellos, sembrando desde lo que sabemos hacer. Debemos estudiar, debemos juntarnos, debemos ser trabajadores al servicio del pueblo;  trabajadores del arte al servicio de la humanidad, que no es otra que la que quiere dignidad, y la que sueña, como nosotros, con los ojos abiertos.

Aunque nos digan que el mundo de la fantasía no es real, y que los creadores (de arte) vivimos fuera de este mundo… ¡se equivocan! Porque así, con la fantasía nos acercamos a la realidad, al mundo y de a poquito, con ansiedad y calma, con paciencia y apuro, con intensidad y quietud, con delirio y parsimonia, con convicción y contradicciones, con lunas y soles, vamos cambiando y cambiándonos, porque creemos, porque creamos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

excelente escrito... clarificador para muchos, premisa para los artistas comprometidos... de esos que conservan la virtú !... un abrazo !